sábado, 8 de diciembre de 2007

El bosque del paraíso



El horizonte está allí, está por todos lados, hacia donde uno quiera ver ahí encuentra esa noción de inmensidad que no es un borde determinista ni carcelero sino que es un intersticio propiciatorio de la creatividad humana, para hacer, para transformar, para renacer, para testimoniar que existimos en esta Tierra bendita por Dios.



Es un territorio cuyos gigantes dialogan, danzan, crecen, hablo de los cuerpos de los árboles. Ahí se descubren arquitecturas orgánicas monumentales de ensambles poderosos que abrazan a quien lo explora, y encuentra betas de un tesoro que no pasa desapercibido -y aunque sea en muchos casos esa planta que llaman “matapalo”-, en ese entorno se crea una hermosa armazón de raíces y bejucos que entretejen el altar a la luz y a la paz: el Arapacis. Cuando visito esa finca Pochotes Pamperos en Paraíso de Santa Cruz, Guanacaste, me dejo engullir hacia el vientre cálido del deseo de volver a nacer pero parido por ese vientre del árbol, que a su vez posibilita el flujo entre el macrouniverso que le brinda la luz y motiva los procesos fotosintéticos del árbol y a través de sus raíces elabora los nutrientes de la tierra; pero a la vez lo comunica con sus espíritus eternos que moran en el inframundo.

También hay tiempo para el reposo -como lo hace Rodolfo Uder-, y la meditación en medio de ese entorno colmado de energía natural, de atracción de ideas y pensamientos sobre la creatividad y sus frutos.



La naturaleza crea sus diseño, el diseñador los persigue hasta despertarlos con sus gubias y sierras.

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